ESCUELA NORMAL
SUPERIOR VILLAHERMOSA TOLIMA
GUÍA DE TRABAJO GRADO
UNDÉCIMO
ESTANDAR:
MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y OTROS SISTEMAS SIMBÓLICOS
COMPETENCIA:
Comprende el papel
que cumplen los medios de comunicación masiva en el contexto social, cultural, económico
y político de las sociedades contemporáneas.
INDICADOR: Identifica
las características y estructura de la
crónica
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ACTIVIDADES
1. Sección
de anécdotas: Organizados en círculo de manera espontánea los estudiantes
contarán algunas anécdotas que les hayan llamado particular atención
2. Exploración
de saberes previos sobre qué es una
anécdota y qué es una crónica
3. Explicación
del concepto de cada una
Anécdota: Relato breve de un
acontecimiento extraño, curioso o divertido, generalmente ocurrido a la persona
que lo cuenta. Una
anécdota es un relato breve de un hecho curioso, extraño, divertido. Generalmente la anécdota se encuentra basada
en hechos reales que suceden en lugares reales y que implican a personas que
existen realmente y quien la cuenta es quien la vivó o fue testigo.
• CRÓNICA:
Una crónica cuenta una historia real. Se aleja del cuento en el sentido que TODO LO QUE CUENTA HA SIDO REAL, y se puede comprobar.
Una crónica cuenta una historia real. Se aleja del cuento en el sentido que TODO LO QUE CUENTA HA SIDO REAL, y se puede comprobar.
• Una buena crónica cuenta una buena historia. Esta historia debe
ser relevante, en la medida de lo posible, para un grupo social. Es decir, debe
contener aspectos comunes que comparta un grupo de personas.
• Los personajes de la crónica deben ser reales, llamativos y que
tengan alguna relevancia social (si no es así, que al menos, representen un
grupo determinado).
• La descripción en la crónica debe ser rica y exacta. De esta
depende la configuración del escenario, la atmósfera, la puesta en escena de
los personajes y la verosimilitud de la historia.
• El autor debe ser un testigo presencial de los hechos para que
la crónica sea verosímil.
• En la crónica debe notarse un orden cronológico, para que haya
una secuencia discursiva y coherencia en la historia.
4. Lectura
de la crónica “La niña más odiosa del mundo de Alberto salcedo Ramos
5. Lectura
de la Crónica “La plana inolvidable” De Arleidy Oyola
6. A
partir de estos ejemplos analicemos la estructura y elementos de una crónica
LA CRÓNICA PERIODÍSTICA
CARACTERÍSTICAS DE LA
CRÓNICA
La crónica periodística tiene un origen literario, aunque
con una importante diferencia: el periodista debe haber
presenciado o escuchado de fuentes confiables los hechos que cuenta, elemento que, hasta nuestros días, confiere a la crónica determinada
jerarquía entre otros géneros. Lo que transmite el cronista es
de primera mano, visto y oído; es el rasgo esencial de este género periodístico.
Si no has podido estar en el lugar de los hechos, al
igual que en el reportaje, es importante el registro de fuentes (orales o documentales)
irrefutables, y, en todos los casos, con el añadido de la visión personal del
narrador.
Cuando no es posible mantener el
supuesto de la presencia viva del cronista en las escenas que se relatan, la
crónica se puede contar de modo indirecto para crear así una ilusión de
realidad. Por tanto, el tiempo es la primera dimensión que encierra el concepto de
crónica.
El primer atributo específico de la crónica es
el sentido temporal con que el cronista aborda su objeto. No importa si este es
un hecho, un sentimiento o un paisaje: la crónica siempre está escrita
cronológicamente, es decir, en el orden que se
sucedieron los acontecimientos relatados.
Otro rasgo bien definido de la
crónica es la actualidad, que ha de ser fiel al aquí y al
ahora de los hechos o puede crearse ese tiempo a partir de un relato en
presente. La estructura de la crónica contiene elementos de tres estilos periodísticos: la información, el comentario y el reportaje. De la información porque, al
igual que esta, se nutre de los hechos; del comentario, ya que también valora y
emite opinión, y del reportaje, en tanto ofrece testimonio personal e integral
de un acontecimiento.
1
XIII EDICIÓ N
No se puede negar que también en
un reportaje, por ejemplo, se necesita la mirada personal del reportero. Pero
esa visión no es exactamente la misma que la del cronista. La del reportero se
centra en la explicación, en el análisis, en la interpretación de lo que
expone, sean datos o hechos, mientras que la del
cronista es una mirada al interior de lo que ha seleccionado, de lo que ve,
escucha o vive, para entregárnosla como descubrimiento de esa realidad.
El cronista suele acudir a formas más elaboradas para transmitir sus presiones y valoraciones: necesita del lenguaje figurado.
El comentario del cronista tiene
un enfoque peculiar, afincado en la proposición y menos en la opinión acabada o
en la interpretación que deriva del análisis. Un
cronista prefiere matizar los hechos antes que concluir sobre ellos.
7.
TRABAJO: LEER DIFERENTES CRÓNICAS DE ALBERTO SACEDO
RAMOS
•
LA VICTIMA DEL PASEO DE ALBERTO SALCEDO RAMOS
•
El FÚTBOL TAMBIÉN ES ONCE TRAVESTIS CORRIENDO
DETRÁS DE UNA PELOTA
8. ELABOREMOS
NUESTRA PROPIA CRÓNICA sobre nuestro primer amor
9. Correcciones
10. socialización
La niña más odiosa del mundo
(crónica) por Alberto Salcedo Ramos
EN: http://www.resonancias.org/content/read/678/la-nina-mas-odiosa-del-mundo-cronica-por-alberto-salcedo-ramos/
No hubo en mi infancia una niña más antipática
que Socorrito Pino. Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la
dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el
mejor de los casos, se la llevaran —con dientes y cabello, no importa— al punto
más remoto de la tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida. Aún hoy
estoy convencido de que aquel fastidio era justo: Socorrito Pino arruinaba mis
alegrías, y parecía tener entre ceja y ceja el propósito de no dejarme
tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con mi hermana Chari, ahí aparecía
Socorrito como convidada de pesadilla, para impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose
entre mi hermana y yo, o poniéndole quejas a mi abuelo. Cuando, después del
baño, me ponía frente al espejo para peinarme, la muchachita insistía en que yo
estaba perdiendo el tiempo, pues las peinadas no hacían milagros. Muchas de mis
siestas, que en aquella época eran sagradas, fueron interrumpidas bruscamente
por Socorrito Pino, que me jalaba los dedos de los pies y luego salía
corriendo, con una risita de triunfo que me taladraba los nervios. Como vivía
metida en mi casa a toda hora, conocía el penoso secreto de que yo, con 12
años, todavía me orinaba en la cama, y hasta se atrevía a preguntarme si
aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al extremo de decirme que ella
no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino por la pura pereza de
levantarme por las madrugadas.
En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil. En seguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho : mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable.
En medio del llanto le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas : “nada de eso”, dijo, con una cierta resolución adulta. “Los niños no deben decir malas palabras”. No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir (concluir) por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba fútbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa —que quedaba en la misma calle donde yo vivía— a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa.
Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote, que la puso a chillar durante varios minutos. Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto : siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba.
La verdad sea dicha : muchas veces fui más brusco de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la gracia no estaba sólo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que nunca más se apareciera por mi vista. Vano empeño : después de mi golpe, venía su llanto ; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad. Socorrito Pino tenía un cabello negro y abundante. “Un cabello lindo”, decía la gente. Bueno, eso sería cuando estaba seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado, llevaba una horrible raya torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no parecía estética sino vandálica : allí me cobraba todos los desmanes de su dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita. Con sus dientes pasaba algo parecido : todo el mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma despreciable. La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no me hacía nada, sólo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su hermano Fernando, un gigantón de 15 años que tenía atemorizado a medio pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico.
Una vez estaba yo jugando parqués, solo, y ella se arrimó, agarró los dados y terminó metida en el juego, sin tener la cortesía de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota, con verdadera desconsideración. Ese día la mordí en un brazo, le dije que me dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé (burlarse) de su manera de pronunciar las palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y, también como siempre, con una aparente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera yo, como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más raro : que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor. En menos de media hora volvió a la carga, con más bríos y con nuevas insolencias: yo dormía en el cuarto de mi tía Libia y Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos : una historia de impertinencias, de brusquedades, de patanería. Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el círculo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a Cartagena, en busca de nuevos aires. Puedo asegurar como que dos y dos son cuatro, que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino existía.
Lo que pasó después con nuestras vidas, la de ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste decir que ambos nos alejamos de Arenal. Lo realmente maravilloso de esta historia ocurrió después de casi 20 años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto Ramos, mi abuelo.
Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con una mujer que, de lejos, lucía estupenda. —¿Sí te acuerdas de ella?, me preguntó mi abuelo con una sonrisa. No lo dudé ni un segundo: era Socorrito Pino, idéntica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo formidable de hoy. Que estuviera igual implicaba que ya desde niña había sido atractiva. Sólo que yo no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O tal vez fue que no pude verlo, por física torpeza. —Sí, claro, ella es Socorrito Pino, dije, un poco aturdido. En cambio la mujer lució fresca, deliciosamente fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su respuesta todavía me sobrecoge el corazón: —¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico, si fue mi primer novio ?
En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil. En seguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho : mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable.
En medio del llanto le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas : “nada de eso”, dijo, con una cierta resolución adulta. “Los niños no deben decir malas palabras”. No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir (concluir) por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba fútbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa —que quedaba en la misma calle donde yo vivía— a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa.
Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote, que la puso a chillar durante varios minutos. Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto : siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba.
La verdad sea dicha : muchas veces fui más brusco de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la gracia no estaba sólo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que nunca más se apareciera por mi vista. Vano empeño : después de mi golpe, venía su llanto ; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad. Socorrito Pino tenía un cabello negro y abundante. “Un cabello lindo”, decía la gente. Bueno, eso sería cuando estaba seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado, llevaba una horrible raya torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no parecía estética sino vandálica : allí me cobraba todos los desmanes de su dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita. Con sus dientes pasaba algo parecido : todo el mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma despreciable. La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no me hacía nada, sólo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su hermano Fernando, un gigantón de 15 años que tenía atemorizado a medio pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico.
Una vez estaba yo jugando parqués, solo, y ella se arrimó, agarró los dados y terminó metida en el juego, sin tener la cortesía de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota, con verdadera desconsideración. Ese día la mordí en un brazo, le dije que me dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé (burlarse) de su manera de pronunciar las palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y, también como siempre, con una aparente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera yo, como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más raro : que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor. En menos de media hora volvió a la carga, con más bríos y con nuevas insolencias: yo dormía en el cuarto de mi tía Libia y Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos : una historia de impertinencias, de brusquedades, de patanería. Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el círculo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a Cartagena, en busca de nuevos aires. Puedo asegurar como que dos y dos son cuatro, que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino existía.
Lo que pasó después con nuestras vidas, la de ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste decir que ambos nos alejamos de Arenal. Lo realmente maravilloso de esta historia ocurrió después de casi 20 años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto Ramos, mi abuelo.
Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con una mujer que, de lejos, lucía estupenda. —¿Sí te acuerdas de ella?, me preguntó mi abuelo con una sonrisa. No lo dudé ni un segundo: era Socorrito Pino, idéntica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo formidable de hoy. Que estuviera igual implicaba que ya desde niña había sido atractiva. Sólo que yo no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O tal vez fue que no pude verlo, por física torpeza. —Sí, claro, ella es Socorrito Pino, dije, un poco aturdido. En cambio la mujer lució fresca, deliciosamente fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su respuesta todavía me sobrecoge el corazón: —¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico, si fue mi primer novio ?
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