domingo, 8 de noviembre de 2015

GUÍA DE TRABAJO SOBRE LA CRÓNICA

ESCUELA NORMAL SUPERIOR  VILLAHERMOSA TOLIMA
GUÍA DE TRABAJO GRADO UNDÉCIMO
ESTANDAR: MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y OTROS SISTEMAS SIMBÓLICOS
COMPETENCIA: Comprende el papel que cumplen los medios de comunicación masiva en el contexto social, cultural, económico y político de las sociedades contemporáneas.
INDICADOR:   Identifica las características y estructura  de la crónica


ACTIVIDADES
1.       Sección de anécdotas: Organizados en círculo de manera espontánea los estudiantes contarán algunas anécdotas que les hayan llamado particular atención
2.       Exploración de  saberes previos sobre qué es una anécdota y qué es una crónica
3.       Explicación del concepto de cada una
Anécdota: Relato breve de un acontecimiento extraño, curioso o divertido, generalmente ocurrido a la persona que lo cuenta. Una anécdota es un relato breve de un hecho curioso, extraño, divertido.  Generalmente la anécdota se encuentra basada en hechos reales que suceden en lugares reales y que implican a personas que existen realmente y quien la cuenta es quien la vivó  o fue testigo.

       CRÓNICA:
Una crónica cuenta una historia real. Se aleja del cuento en el sentido que TODO LO QUE CUENTA HA SIDO REAL, y se puede comprobar.
       Una buena crónica cuenta una buena historia. Esta historia debe ser relevante, en la medida de lo posible, para un grupo social. Es decir, debe contener aspectos comunes que comparta un grupo de personas.   
       Los personajes de la crónica deben ser reales, llamativos y que tengan alguna relevancia social (si no es así, que al menos, representen un grupo determinado).
       La descripción en la crónica debe ser rica y exacta. De esta depende la configuración del escenario, la atmósfera, la puesta en escena de los personajes y la verosimilitud de la historia.
       El autor debe ser un testigo presencial de los hechos para que la crónica sea verosímil.
       En la crónica debe notarse un orden cronológico, para que haya una secuencia discursiva y coherencia en la historia.

4.       Lectura de la crónica “La niña más odiosa del mundo de Alberto salcedo Ramos
5.       Lectura de la Crónica “La plana inolvidable” De Arleidy Oyola
6.       A partir de estos ejemplos analicemos la estructura  y elementos de una crónica

LA CRÓNICA PERIODÍSTICA

CARACTERÍSTICAS DE LA CRÓNICA

La crónica periodística tiene un origen literario, aunque con una importante diferencia: el periodista debe haber presenciado o escuchado de fuentes confiables los hechos que cuenta, elemento que, hasta nuestros días, confiere a la crónica determinada jerarquía entre otros géneros. Lo que transmite el cronista es de primera mano, visto y oído; es el rasgo esencial de este género periodístico. Si no has podido estar en el lugar de los hechos, al igual que en el reportaje, es importante el registro de fuentes (orales o documentales) irrefutables, y, en todos los casos, con el añadido de la visión personal del narrador.
Cuando no es posible mantener el supuesto de la presencia viva del cronista en las escenas que se relatan, la crónica se puede contar de modo indirecto para crear así una ilusión de realidad. Por tanto, el tiempo es la primera dimensión que encierra el concepto de crónica.
 El primer atributo específico de la crónica es el sentido temporal con que el cronista aborda su objeto. No importa si este es un hecho, un sentimiento o un paisaje: la crónica siempre está escrita cronológicamente, es decir, en el orden que se sucedieron los acontecimientos relatados.
Otro rasgo bien definido de la crónica es la actualidad, que ha de ser fiel al aquí y al ahora de los hechos o puede crearse ese tiempo a partir de un relato en presente. La estructura de la crónica contiene elementos de tres estilos  periodísticos: la información, el comentario y el reportaje. De la información porque, al igual que esta, se nutre de los hechos; del comentario, ya que también valora y emite opinión, y del reportaje, en tanto ofrece testimonio personal e integral de un acontecimiento.
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XIII EDICIÓ N
No se puede negar que también en un reportaje, por ejemplo, se necesita la mirada personal del reportero. Pero esa visión no es exactamente la misma que la del cronista. La del reportero se centra en la explicación, en el análisis, en la interpretación de lo que expone, sean datos o hechos, mientras que la del cronista es una mirada al interior de lo que ha seleccionado, de lo que ve, escucha o vive, para entregárnosla como descubrimiento de esa realidad.
El cronista suele acudir a formas más elaboradas para transmitir sus  presiones y valoraciones: necesita del lenguaje figurado.

El comentario del cronista tiene un enfoque peculiar, afincado en la proposición y menos en la opinión acabada o en la interpretación que deriva del análisis. Un cronista prefiere matizar los hechos antes que concluir sobre ellos.

7.     TRABAJO:  LEER DIFERENTES CRÓNICAS DE ALBERTO SACEDO RAMOS

       LA VICTIMA DEL PASEO DE  ALBERTO SALCEDO RAMOS
       El FÚTBOL TAMBIÉN ES ONCE TRAVESTIS CORRIENDO DETRÁS DE UNA PELOTA

8.       ELABOREMOS NUESTRA PROPIA CRÓNICA sobre nuestro primer amor
9.       Correcciones
10.   socialización










La niña más odiosa del mundo (crónica) por Alberto Salcedo Ramos
EN: http://www.resonancias.org/content/read/678/la-nina-mas-odiosa-del-mundo-cronica-por-alberto-salcedo-ramos/
No hubo en mi infancia una niña más antipática que Socorrito Pino. Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el mejor de los casos, se la llevaran —con dientes y cabello, no importa— al punto más remoto de la tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida. Aún hoy estoy convencido de que aquel fastidio era justo: Socorrito Pino arruinaba mis alegrías, y parecía tener entre ceja y ceja el propósito de no dejarme tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con mi hermana Chari, ahí aparecía Socorrito como convidada de pesadilla, para impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose entre mi hermana y yo, o poniéndole quejas a mi abuelo. Cuando, después del baño, me ponía frente al espejo para peinarme, la muchachita insistía en que yo estaba perdiendo el tiempo, pues las peinadas no hacían milagros. Muchas de mis siestas, que en aquella época eran sagradas, fueron interrumpidas bruscamente por Socorrito Pino, que me jalaba los dedos de los pies y luego salía corriendo, con una risita de triunfo que me taladraba los nervios. Como vivía metida en mi casa a toda hora, conocía el penoso secreto de que yo, con 12 años, todavía me orinaba en la cama, y hasta se atrevía a preguntarme si aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al extremo de decirme que ella no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino por la pura pereza de levantarme por las madrugadas.

En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil. En seguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho : mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable.

En medio del llanto le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas : “nada de eso”, dijo, con una cierta resolución adulta. “Los niños no deben decir malas palabras”. No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir (concluir) por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba fútbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa —que quedaba en la misma calle donde yo vivía— a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa.

Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote, que la puso a chillar durante varios minutos. Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto : siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba.

La verdad sea dicha : muchas veces fui más brusco de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la gracia no estaba sólo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que nunca más se apareciera por mi vista. Vano empeño : después de mi golpe, venía su llanto ; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad. Socorrito Pino tenía un cabello negro y abundante. “Un cabello lindo”, decía la gente. Bueno, eso sería cuando estaba seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado, llevaba una horrible raya torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no parecía estética sino vandálica : allí me cobraba todos los desmanes de su dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita. Con sus dientes pasaba algo parecido : todo el mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma despreciable. La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no me hacía nada, sólo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su hermano Fernando, un gigantón de 15 años que tenía atemorizado a medio pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico.

Una vez estaba yo jugando parqués, solo, y ella se arrimó, agarró los dados y terminó metida en el juego, sin tener la cortesía de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota, con verdadera desconsideración. Ese día la mordí en un brazo, le dije que me dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé (burlarse) de su manera de pronunciar las palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y, también como siempre, con una aparente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera yo, como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más raro : que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor. En menos de media hora volvió a la carga, con más bríos y con nuevas insolencias: yo dormía en el cuarto de mi tía Libia y Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos : una historia de impertinencias, de brusquedades, de patanería. Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el círculo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a Cartagena, en busca de nuevos aires. Puedo asegurar como que dos y dos son cuatro, que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino existía.

Lo que pasó después con nuestras vidas, la de ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste decir que ambos nos alejamos de Arenal. Lo realmente maravilloso de esta historia ocurrió después de casi 20 años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto Ramos, mi abuelo.

Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con una mujer que, de lejos, lucía estupenda. —¿Sí te acuerdas de ella?, me preguntó mi abuelo con una sonrisa. No lo dudé ni un segundo: era Socorrito Pino, idéntica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo formidable de hoy. Que estuviera igual implicaba que ya desde niña había sido atractiva. Sólo que yo no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O tal vez fue que no pude verlo, por física torpeza. —Sí, claro, ella es Socorrito Pino, dije, un poco aturdido. En cambio la mujer lució fresca, deliciosamente fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su respuesta todavía me sobrecoge el corazón: —¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico, si fue mi primer novio ?




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